Evoco la colonial casona de muros blancos
y techo de tejas de la Quinta familiar,
colmada de árboles frutales, parrones, flores y colores,
donde aprendí a conocer y codearme con la naturaleza.
Ahí solo fui un ave de paso,
solo un acaso grabado en el anecdotario
de la precoz memoria de un niño.
Nunca mas regresaremos a ese idílico lugar,
ya no existe, se extinguió con el tiempo,
tras el advenimiento de los tiempo modernos.
Quinta hermosa, lúdica, que no volveré a encontrar
en las rutas de mis huellas errantes.
Atrás quedó la casona con sus secretos y misterios,
custodiada por una higuera, el nogal y los granados.
En ella aprendí a ser feliz, rodeado de una familia maravillosa,
dirigida por una Abuela que marcó nuestras vidas con sus enseñanzas.
Mujer de pelo cano, arrugas nobles, que entonaba un canto que fluía
con voz clara, mientras elaboraba unos platillos sencillos y exquisitos,
comida familiar hecha con amor y sabiduría.
¡Se fue cantando, con nuestro cariño a cuestas!
Después de ella nada volvió a ser igual, fue una rosa,
una luz divina que quedó bordada en el alma.
Hoy solo tenemos cuatro soles de ese tiempo pretérito,
cuando eran unas adolescentes transparentes y sin mácula, las tías
que me enseñaron a conocer ese pasado, el cual apenas recordaba.
Nunca, nunca, jamás podré olvidar la simiente de la cual provengo.
¡Es un recuerdo filial que estremece mi espíritu!
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