En Egipto, cada distrito tuvo su propio dios y un culto local. Los dioses eran representados en forma de animal o con cabeza de animal y cuerpo humano. Los faraones convirtieron al dios tutelar de su distrito en dios nacional, al que quedaron subordinados los demás.
Menes y sus sucesores adoraron al dios-halcón Horus, dios del sol naciente, divinidad joven y guerrera. Disnastías posteriores rindieron culto al dios Ra, dios solar que gobierna al mundo. Delante del templo de Ra, se erguía un obelisco, alto pilar de piedra en cuya punta dorada se reflejaban los rayos del dios solar.
Con el tiempo los distintos dioses locales y nacionales fueron identificados con el dios supremo y se les agregó el nombre de Ra. Así el dios carnero de Tebas se convirtió en Amón-Ra. Sobre los muertos reinaban Osiris y su esposa Isis. Según la leyenda, Osiris habría sido el primer gobernante de Egipto, por eso usaba en el reino de los muertos los signos de la dignidad faraónica.
Osiris juzgaba a los muertos y pesaba el corazón de estos en una balanza, sirviendo de contrapeso una pluma, símbolo de la verdad. El difunto debía declarar ante 42 asesores de Osiris no haber cometido ninguno de los 42 pecados capitales, entre ellos: crimen, robo, mentira, engaño, calumnia, impudicia, adulterio y sacrilegio.
El injusto era devorado por los monstruos. Los justos ingresaban al reino de Osiris. Este culto dejaba una esperanza a los pobres: una vida justa les abría una puerta a la felicidad eterna, aunque no tuvieran una suntuosa tumba.
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